"POGO EL PAYASO"

 Todo comenzó en Chicago, diciembre de 1978. 

 Rob Piest, un joven de 15 años y empleado en una farmacia de Des Plaines -un suburbio al noreste de Chicago- estaba finalizando su turno. Cuando su madre llegó para recogerlo aquel 11 de diciembre, él le pidió que esperase unos minutos, ya que un contratista quería hablarle sobre un trabajo para el verano. Rob salió de la farmacia y se desvaneció en la noche, sin volver jamás.

   Las autoridades revisaron la lista de los clientes que estuvieron en la tienda esa noche y uno de los nombres que aparecían era el de John Wayne Gacy, un contratista local conocido, casado y con un historial oscuro. No es un desconocido: poco saben que durante 1967 y 1968 fue condenado por sodomizar a varios jóvenes mientras regentaba un restaurante de una cadena de pollo frito conocida. Los invitaba a su casa para beber, jugar al billar y todos contaban que intentaba esposarlos y les invitaba a mantener relaciones sexuales. Salió de prisión tan sólo 18 meses después, se divorció y se traslado a Chicago.

  Era un hombre tan aparentemente normal que llegaba a brillar. en 1972, contrajo segundas nupcias con Carol, una mujer que fue su compañera hasta 1976, cuando pidió el divorcio. Ella admitió conocer el secreto que habitaba tras sus puertas: John Mantenía relaciones con chicos porque "no le gustaban las mujeres". Bajo la imagen de hombre público, trabajaba como representante del distrito y tejía redes de influencia en el Partido Demócrata. Organizaba barbacoas temáticas, sonreía en eventos políticos y dirigía con destreza su empresa de reformas: la respetable P.D.M Contractors.

  Una mañana, la policía registró su domicilio y esa apariencia de normalidad comenzó a resquebrajarse. No encontraron violencia explícita, pero sí una atmosfera perturbadora. En las habitaciones colgaban retratos y muñecos de payasos -tributo a su alter ego "Pogo el Payaso"- disfraz bajo el que se sentía invisible. Entre lo hallado, un resguardo fotográfico, un anillo de graduación, unas esposas, libros que proclamaban mensajes de odio -"los gay deben morir"- y un forjado sanitario bajo la casa lleno de barro, como si ocultara mucho más que tierra común.

  Aquel escenario de engaño y símbolos siniestros empezó a revelar que la sonrisa de hombre de bien, escondía un abismo voraz. Con todo esto, los investigadores descubren que, entre 1975 y 1976, numerosos jóvenes vinculados a la empresa de Gacy habían desaparecidos sin dejar rastro. El patrón se vuelve evidente: todos trabajaron para él. Entonces, iniciaron una vigilancia silenciosa, le seguían día tras día, infiltrándose en su rutina normal, observando sus movimientos.

  Una noche, Gacy, creyéndose intocable, invitó a los policías a su casa, ofreciéndoles un café para hacerse el hospitalario. Mientras charlaba con uno, su compañero buscaba indicios. Al adentrarse al baño y tirar de la cadena, el calentador se encendió. De pronto, un olor fétido irrumpió en sus fosas nasales. Era un hedor a putrefacción, un hedor que conocían demasiado bien...olía a cadáver. 

  Impulsados por ese indicio sensorial y el descubrimiento de un resguardo fotográfico -hallado en la basura de Gacy y que, gracias a una trabajadora de la farmacia, sabían que pertenecía a Rob Piest- obtuvieron la confianza para una segunda orden de registro. Se personaron en su domicilio, esta vez, con más agentes y registraron cada rincón. Cuando destaparon el acceso al forjado sanitario, que se encontraba en la parte baja de la vivienda, el ambiente se saturó de un olor a putrefacción y gusanos emergieron de la tierra. Comenzaron a cavar, primero encontraron un cráneo, luego fragmentos de cuerpos, huesos...las primeras piezas de un rompecabezas macabro.

  Durante seis días ininterrumpidos, excavaron sin pausa, expropiando terreno y removiendo capas de tierra. Al quinto día, habían encontrado veintinueve cuerpos enterrados en su propiedad; en el sótano, garaje y jardín. Poco después aparecieron otros cuatro cadáveres más en el río, sumando así un total de 33 víctimas. 

   Los forenses confirmaron un patrón espantoso: muchas víctimas eran hombres jóvenes que Gacy ataba, asfixiaba y enterraba con detalles rituales —algunas esposadas, otras con objetos insertados en su garganta— y cubría con cal para acelerar la putrefacción.

  "Tenía su propia técnica estrangulación: cogía una cuerda, le hacía un nudo corredizo alrededor del cuello, ponía un lapicero y volvía hacer otro nudo sobre el lápiz, luego lo giraba y la cuerda se iba apretando".

   Fue condenado el 13 de marzo de 1980 a pena de muerte. Permaneció catorce años en el corredor de la muerte hasta su ejecución mediante inyección letal. John Wayne Gacy, ciudadano modelo, empresario, voluntario, payaso infantil… y bajo esa sonrisa, un asesino en serie brutal. 

   Su historia recuerda que el mal puede ocultarse en lo cotidiano, en la sonrisa que engaña, en el disfraz que cautiva. Este relato no es solo un registro criminal: es una advertencia sobre el abismo que puede residir en lo aparentemente inofensivo...






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